miércoles, 23 de enero de 2013

Las circunstancias personales no son excusa.




Ninguno elegimos venir a este mundo. Tampoco está en nuestra mano elegir nuestros padres, ni la época en que se ha desarrollar nuestra existencia, ni el lugar, ni las personas cercanas que, al menos al principio, necesariamente nos van a acompañar en nuestro camino. No podemos tampoco determinar nuestro aspecto, ni nuestras condiciones físicas, nuestras dotes o facultades, o la inicial predisposición a una buena o mala salud. Incluso, ya iniciado el camino, las circunstancias de nuestra existencia están en su mayor parte sometidas a los designios de una providencia sobre la que tampoco tenemos ningún control. No nos es dado en definitiva determinar las circunstancias de nuestra existencia, pero
 contamos en cambio con la libertad de decidir como hacer frente y vivir esas circunstancias que nos vienen impuestas. Incluso la persona más oprimida por factores ajenos, el pobre hombre recluido de por vida en una mazmorra, huérfano de todo contacto con el mundo exterior, puede aún decidir como encarar su encierro y su soledad, y puede hacerlo de formas tan distintas, que esa vida, en principio, horrible y sin sentido, puede llegar a ser un reto apasionante. La vida, nuestra vida, no reside en el exterior, sino dentro de nosotros mismos. Por eso, por paradójico que resulte, y dependiendo de cómo enfrenten su existencia puede haber hombres, que gocen de total libertad, y que en cambio estén mucho más muertos en vida que el desdichado de la mazmorra.

Miguel G.

Morimos, ¿Nos vamos?, ¿Volvemos?.





El  hombre,  cuando  piensa  en  la  muerte,  y  desgraciadamente  piensa  muy  poco,  al  menos  el  hombre  de  hoy,  la  contempla  desde  una  perspectiva  trágica,  pesimista,  dolorosa.  La  contempla  con  enorme  desasosiego,  pues  piensa  en  ella  como  una partida,  como  un  viaje,  en  el  mejor  de  los  casos  a  no  se  sabe  dónde,  y  en  el  peor,  y  más  extendido,  como  un  viaje  a  ninguna  parte.


Pero,  realmente,  la muerte  se  puede  vislumbrar  desde  una  perspectiva  totalmente  distinta,  y  mucho  más  esperanzadora.  No  será  la  muerte,  más  que  una  partida,  un retorno.  Más  que  un  “nos  vamos”,  “un  volvemos”.  No  hemos  estado  siempre  aquí.  Nuestro  paso  por  la  vida  es  transitorio  y,  por  prolongado  que  sea,  terriblemente  breve  en  la  inmensidad   del  tiempo.  Al pensar  en  la  muerte,  quizás  sería  bueno  acordarnos  de  cómo  vinimos  a  la  vida,  ¿de  dónde  vinimos?  ¿No  será  la  muerte  un  retorno  a  aquel  lugar  del  que  vinimos?  Si  vinimos  de nuestra casa,  de  la  casa  de  nuestro  verdadero  Padre,  ¿no  será  la  muerte  una  vuelta  a  nuestra  verdadera  casa?  Terminado  el  viaje  de  la  vida,  un  retorno  al  hogar  dónde  más  pronto  o  más  tarde  nos  terminaremos  reuniendo  con  todos  nuestros  compañeros  de  viaje.  Por  tanto,  al  pensar  en  la  muerte,  ¿no  se  nos  estará  escapando  lo  principal?;  el  viaje  que  sabemos  terminará  con  la  vuelta  a  casa,  ¿lo  hemos  sabido  aprovechar?.

Miguel G.

¿Conducimos con las luces cortas?





La  vida  es  un  largo  camino  al final  del  cual  se  extiende  estremecedor  y  oscuro  el  océano  de  la  eternidad.  Vivimos  con  las  luces  cortas  y  conducimos  sin  vislumbrarlo,  éste  solo  aparece  amenazante  cuando  damos  las  largas.  Pero a  determinada  edad,  los  muy  ancianos,   ya  lo  ven  con  gran  claridad,  hasta con  las  luces  de  posición.



Miguel G.

Otro argumento contra la pena de muerte.



En  toda  polémica  sobre  la  bondad  o  no  de  la  pena  de  muerte,  los  argumentos  a  favor  y  en  contra  de  su  aplicación  se  centran  fundamentalmente  en  el  reo,  a  quien  se  pretende  privar  de  la  vida,  en  la  victima,  que  aspira  a  una  justicia  retributiva  del  delito  cometido,  y  en  la  sociedad,  que  justifica  dicha  privación  como  medida  de  autodefensa  contra  el  crimen.

Nadie  parece  acordarse  en  cambio  del  verdugo.  Triste  y  marginado  elemento  igualmente  esencial  de  la  ecuación.  Nadie  es  verdugo  a  la  fuerza,  pero  raramente  los  hay  por  vocación.  En  ocasiones  es  el  azar,  en  los  pelotones  de  fusilamiento,  el  que  consuela  al  que  dispara  pensando  que  en  su  arma  la  bala  era  de  fogueo;  en  otros  es  la  necesidad  de  procurarse  un  medio  de  vida  el  que  lleva  al  verdugo  a  justificar  el  terrible  acto  que  comete  de  quitar  la  vida  a  otro  ser  humano  (los  criminales  lo  son,  aunque  a  veces  no  lo  parezcan).

Por  eso  yo  propongo,  como  dijo  Miguel  de  Unamuno,  este  nuevo  argumento  en  contra  de  la  pena  de  muerte:  “hay  que  acabar  con  la  pena  de  muerte  para  rescatar,  no  al  reo,  sino  al  verdugo”.

Miguel G.